MIHOVILOVICH, JUAN
Un hombre, ya sin nombre, entre las sombras y el asombro. Un perro, también sin nombre, distinguible sólo por su raza, Labrador, el único ser capaz de irrumpir en la soledad radical de ese hombre que revive a confusos ramalazos la catástrofe reciente y lucha, cree luchar, por la supervivencia.
¿Cuándo muere este hombre? ¿Cuándo lo aplasta un muro o, acaso, como a Juan Preciado, lo matan los miedos? De cualquier manera, este personaje parece ser mucho más activo y voluntarioso que el hijo legítimo de Pedro Páramo. Lucha con todas sus fuerzas por sobrevivir y se enfrenta como puede al asombro, asombro aquí en el sentido de la primera acepción que le da el diccionario: espanto.
Allí aparece con mucha fuerza la indefensión frente a la adversidad, las sombras hostiles con las cuales hay que luchar, incluso empleando la violencia. La lucha por escapar, aunque por el camino se vaya encontrando la
prolongación de la catástrofe, en algún momento el asombro deja de ser espanto y se convierte en algo que maravilla. El perro sigue allí, bracea con él en el mar y en esa nada donde lo etéreo comienza a cobrar sentido.